GIL GÓMEZ, LEONARDO
La última vez que Gonzalo habló con el viejo, lo veía pixelado en la pantalla del celular. La voz sonaba débil, como si de repente hubiera envejecido veinte años. Poco se podía adivinar de los gestos faciales y una tira horizontal de cuadritos borrosos le cruzaba la cara en lo que parecía un rastro de la cánula del oxígeno. El viejo le había dicho que no se preocupara, que no había razón para viajar, que pronto empezaría a recobrar las fuerzas. Gonzalo caminaba de la universidad al tren, con un café en una mano y el celular en la otra y, de vez en cuando, le mostraba las calles de Chicago, los árboles pelados, la nieve asentada en los andenes. Para subirle el ánimo, antes de llegar a la estación de tren, Gonzalo le mostró cómo se había congelado el café mientras hablaban. Pequeños cristales en la superficie formaban una especie de estrella frágil y brillante. La reacción fue una sonrisa cansada que valió también como despedida. Sebastián tomó el celular del viejo y le dijo a Gonzalo que, a pesar del agotamiento, se le veía mejor, que luego hablaban más al respecto, y colgó.
